sábado, 13 de diciembre de 2014

1 de noviembre de 2014


El día amanecía gris, así que íbamos a buscar el azul del cielo.
La alarma sonó a las siete y, menos nerviosa de lo habitual, preparé la maleta. El sol se abría paso entre nubes y nosotros tomamos rumbo al sur. Las horas pasaron rápido, pronto llegamos al puerto de Algeciras. Ya allí se nota la mezcla cultural. Una de las cosas que llamó nuestra atención fueron los servicios, donde había tanto inodoros como letrinas, quizá a gusto de todos.









Y así Juan, María, Ana, Beltrán y Rodrigo cruzaron la aduana para sumergirse entre un mar de Mohamed, Abdul, Ali, Mustapha...

Pusimos pie en un ferry que nos llevaría a una tierra tan cercana y tan distante a la vez... Llegamos al puerto de "Tánger Med" donde teníamos que proceder al cambio de moneda (de euro a dirham) y a negociar un taxi. ¿Negociar? Sí, en Marruecos pocas cosas tienen un precio preestablecido y fijo, y los taxis no iban a ser menos.
Encontramos la oficina de cambio, donde un señor mayor nos atendería. El cambio de moneda sí era fijo, aunque varía como en todas las partes del mundo. Nos preguntó de dónde veníamos y comenzamos a charlar: nos contó que trabajaba a menudo en Algeciras, pero que para ellos era muy complicado ir a España, ya que tenían que sacar un visado de aproximadamente 900-1000 dirhams (lo que vienen a ser 90€) para apenas dos años, incluso hay algunos que tienen sólo validez mensual. Nos deseó una agradable estancia mientras nosotros guardábamos más de 1000 dirhams en la cartera. Una cifra insignificante, que ahorras en dos fechas importantes, una cantidad que supliría todos nuestros gastos y que, sin embargo, para muchos otros podría tener otro significado.

Y así salimos del puerto, donde varios taxistas se nos abalanzarían para negociar un "precio justo". Finalmente acordamos un viaje directo a Chaouen por unos 600 dirhams para cinco viajeros. Está muy bien teniendo en cuenta diferentes factores: que en Marruecos suelen viajar cuatro personas en la parte de atrás y dos en el asiento del copiloto. Y que, si el viaje no es directo, para llegar a Chaouen es necesario negociar primero un taxi con destino a Tetuán y negociar allí un nuevo taxi con destino a Chefchaouen.

Nuestro taxista era un hombre mayor, alegre y jovial, muy moreno, de ojos claros, con gorra y los dientes en mal estado. Su español no era perfecto, pero trataba de comunicarse con nosotros y mantener una conversación en todo momento.


Una representación del Corán colgaba del espejo retrovisor, que bailaba constantemente con las curvas y el aire que dejaba pasar la ventanilla. Ese es otro tema, por suerte no nos tocó un conductor temerario. Era marroquí sí, pero nada comparado con otros. A pesar de todo, nada nos quitó varios adelantamientos de vértigo, con camiones de frente, frenazos, acelerones... y el corazón en un puño (mientras él se reía de nuestras expresiones). 
Aún así, él trataba de tranquilizarnos en todo momento y nos avisó de que antes iríamos a la policía a pedir un permiso para salir de la región y poder hacer el viaje a Chaouen directo. E hizo bien en avisarnos, porque un año antes nos disponíamos a atravesar un encantador pueblecito costero, cuando el conductor tomó un carril y empezó a subir un cerro. Nuestro desconcierto en la oscuridad de la noche era absoluto. Por eso se agradece que te informen de antemano. 
Aún así me pregunto ¿es el ser humano desconfiado por naturaleza? ¿son realmente todos los tópicos sobre Marruecos y su gente ciertos? Una cosa está clara: eso sólo se puede descubrir cuando lo vives, cuando te sumerges, cuando te sorprendes y sientes miedo o alegría, sorpresa, satisfacción. 



Finalmente recogimos el permiso y reanudamos la marcha, atravesando decenas de mezquitas, alminares que se levantaban a nuestro paso, personas caminando en el arcén de la carretera, niños que miraban curiosos a través de los cristales... El viento rifeño revolvía nuestros cabellos (y el Corán del retrovisor) y las nubes se acercaban cada vez más a la montaña, o la montaña a las nubes.
Fotografiar el paisaje y sus personas llamó mi atención, pero por poco más de una hora. Traté de acomodarme en aquel taxi beige de los 90 con sillones de cuero negro y empecé a soñar.

Abrí los ojos y aún estábamos en carretera, pero por la altitud supe que pronto llegaríamos a Chefchaouen, a la ciudad azul. 
A la entrada de la ciudad un control policial cortaba el paso, nuestro conductor saludó y nos dejaron pasar sin problemas. Y así nuestros ojos empezaron a recorrer la "ciudad nueva". El taxista no sabía muy bien qué dirección tomar y, hurgando en la memoria, lo condujimos nosotros a él hasta el famoso Hotel Parador, en una de las plazas principales. Pero en el recorrido se paró a preguntar unas tres veces a diferentes paisanos, que estaban dispuestos no sólo a indicarnos el camino, sino también a montar en el coche con nosotros y (por supuesto) a vendernos "algo para fumar". Porque Chaouen es capital de muchas cosas, y una de ellas es la del hachís. 
Finalmente conseguimos llegar a la plaza, rodeando la medina, por calles llenas de vida. Allí nuestro amigo paró el coche, pagamos lo acordado e intercambiamos los números de teléfono para hacer la vuelta a Tánger Med dos días más tarde también con él. 

Apenas puesto un pie en la ciudad unos tres hombres se ofrecieron de nuevo a ayudarnos: a encontrar el hotel y a encontrar también algo que fumar. Verdaderamente no lo necesitábamos, conocíamos el camino. Pero nuestra pinta de extranjeros era más que evidente. Era una sensación extraña: por una parte te sentías acosado, por otra agradecido, un sentimiento que te llevaba en la mayoría de las ocasiones al rechazo (como cuando caminas por la calle más concurrida de una ciudad y los camareros insisten una y otra vez en que tomes algo en su magnífica  terraza... pero aún peor).

Así que, obviando todo esto, continuamos escaleras arriba, torciendo por las azules calles para dejar los bártulos en el Riad Nerja. Era la tercera vez que me alojaba allí y desde la primera me había atendido en recepción el dueño, un malagueño muy agradable que, cansado de su ajetreada vida en el sur de España, Chaouen lo sedujo y decidió quedarse allí, al norte de Marruecos, ganándose la vida con aquel hotel. 

Entonces en recepción encontramos a una chica marroquí (con su velo) que nos dio las llaves de la habitación (en la terraza) y nos dispusimos pues a subir las escaleras. Era una gran casa de cuatro plantas  que nos era muy familiar, con la típica estructura andalusí, con un patio en el centro y las habitaciones distribuídas a ambos lados de éste. La luz penetraba desde arriba, por una claraboya. La decoración era claramente marroquí (y chauní) con las paredes encaladas en blanco y azul, azulejos y alfombras cubrían el suelo... todo invitaba al recreo de la vista. 


No nos demoramos más y dejamos las maletas en la habitación para salir a disfrutar de la calle.
La ciudad te atrapa, te embelesa y te hipnotiza entre las gamas de azules que envuelven sus paredes. Azul celeste, azul turquesa, azul... chaouen. Y, víctima de ese encanto, vagas por sus calles empedradas o encaladas en azul, perdido en ese mar de callejas.



En Marruecos es una hora menos que en España, así que como el sol se pone antes, fuimos a una terraza a disfrutar de un té moruno y a ver los últimos rayos de sol de este primero de noviembre reflejarse en las casitas azules y perderse tras la montaña.


Chefchaouen, que en bereber sería "los cuernos" en alusión a las montañas que la abrazan. Hacia el suroeste se fundó una medina de gran influjo andalusí. Y la ciudad fue creciendo por la afluencia de gentes procedentes de Al-Andalus: tanto moriscos como judíos, que huían de la represión cristiana. 
Salimos de la medina por una de las siete puertas de la muralla, que está a un par de pasos del hotel, junto a una frecuentada mezquita, la mezquita de los Andalusíes, construida en el siglo XVII por exiliados de Al-Andalus.


Comercios de todo tipo se abrían a nuestro paso (de alimentación, turísticos...). Pero el arte y la tradición marroquí desbordan cada esquina. Nos cruzamos con un pintor a la salida de la medina, que pintaba un colorido lienzo con el alminar de la mezquita al fondo. Y mientras, un orfebre tallando bronce en su taller.




Por la puerta salimos al río, donde está el lavadero. Allí se lava la ropa a mano y se deja secar colgada en muros de piedra. Y mientras, locales y turistas pasean para aprovechar los últimos rayos de sol. 
Bajamos las escaleras que llevan al río, allí un hombre da de comer a dos pavos reales, y se gana la vida haciéndoles fotos a los turistas junto a sus hermosos pavos.

Nos reímos y caminamos para acabar sentados en una terraza donde, sin pensarlo, pedimos cinco tés (y algún exquisito batido de frutas). El fresco de la montaña se empieza a notar, pero para eso está el "whiskey bereber" (que es como llaman al té), para calentarnos por dentro y por fuera. Un dulce brebaje con el toque mentolado de la hierbabuena. 

De improviso llegó la noche, de la misma forma que llegó el hombre que vendía pastelitos en su carrito. Se paró junto a nosotros y compramos al menos cuatro (dulces y salados). Después de saborear el hojaldre junto con otro té más volvimos a casa, deambulando por las azuladas callejas, diferentes ahora bajo la luz de alguna que otra farola, dejando algunos rincones a oscuras, para que nuestra imaginación viajara aún más en aquel juego de luces.

Volvimos al Riad Nerja y cenamos allí, en nuestra terracita, mientras nos inventábamos juegos para pasar la noche entre risas. Pero pronto nos fuimos a dormir, que mañana será otro día. Y esta noche la soñaré en blanco y azul.


Apenas tres calles más allá del hotel encontramos la mezquita de los andalusíes (que mencionaba antes), una mezquita de barrio, pequeñita, con su correspondiente alminar de planta cuadrada (al igual que el resto de minaretes de la ciudad, con excepción del de la mezquita aljama). Éste se veía perfectamente desde lo más alto de nuestra terraza (desde donde se veía todo Chaouen, con su entramado azulado de calles). A apenas veinte metros de nuestra habitación estaba el alto alminar, con sus megáfonos -para que la llamada a la oración llegara a cada esquina de la ciudad-. La combinación perfecta para una noche de ensueño. Y así fue como nos despertó el almuédano de madrugada, con esa llamada envolvente, de invocación a los musulmanes, a Alá. Casi podía notar el vibrar de sus oraciones orientadas a la Meca. Los minutos que sonó la llamada me quedé inmóvil en la cama y con un centenar de preguntas en mi cabeza. Pero el zumbido de inquietudes se disipó y entré de nuevo en ese encanto azul...

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