domingo, 14 de diciembre de 2014

2 de noviembre de 2014


Nos despertamos con una luz tenue que entraba bajo la puerta de la habitación, azul, como el cielo de la mañana que nos recibía. Desayunamos tranquilamente, sin planes, con la esperanza de que nuestro alma se perdiera en algún callejón. La ciudad se había levantado mucho antes que nosotros, pero nunca es tarde para sumergirse en ella. Y deambulamos bajando el río para llegar de nuevo a tomar otro té y a juguetear con uno de tantos gatos callejeros. 


Poco a poco nos volvimos a incorporar a la medina, donde nos sorprendieron mujeres cargando panes, niños correteando y un sinfín de talleres que se abrían a nuestro paso: telares, escultores...
Finalmente nos decidimos a entrar en una tienda, deleitados por los chalecos de lana, los elementos de decoración... El vendedor, al más puro estilo marroquí, nos enseñó todo tipo de artilugios. Y finalmente Juan entró con él en un juego de regateo, que cerraron chocándose la mano y diciendo el hombre "tú eres mi hermano". 

Rodrigo, por su parte, se quedó prendado de las alfombras. Entonces el señor empezó a mostrárnoslas una a una. Nos contó cómo son tejidas a mano por mujeres bereberes, que le impregnan el sello personal que les parece, el cual suele tener relación con la historia de la tribu. Y poco a poco nos fue enseñando alfombras con camellos bordados, con tiendas (que hablan del carácter nómada), la Kasbah... representado todo de un modo muy esquemático, pero el colorido, la calidad y la propia simbología hizo aumentar nuestro interés por cada pieza. Así que tras ver más de cinco magníficas piezas, Rodrigo fue capaz de decidirse y continuamos la marcha.

De pronto desembocamos en una pequeña placita a la que iban a parar unas tres calles. La plaza estaba llena de tiendas y de vida, con especias y pigmentos en las puertas de los locales, llenando aún más de color si cabe la atmósfera. Allí estaba la tienda de Abdul, el amigo marroquí que habíamos hecho un año atrás, que llevó a mi padre del puerto a Chaouen y pasó largas horas de tés y comidas con nosotros, donde lo abordábamos a preguntas. Una de esas personas que ves unas pocas horas en tu vida pero que jamás olvidas.
María y yo entramos en la tienda, sabiendo que lo más seguro es que no lo encontráramos allí, porque vive en un pueblo de Málaga. De hecho no estaba, pero no nos quitó la ilusión: entramos y preguntamos por él. Fue gracioso porque el chico nos dijo "aquí han trabajado muchos Abdul". Tenía sentido. Intentamos concretar la figura de nuestro Adbul, pero parece ser que no se conocían, a pesar de ser la tienda de su suegro. Aún así aprovechamos y compramos un par de cosas.


Salimos de la tienda y continuamos por una calle que baja. De pronto una fachada llamó particularmente nuestra atención, cubierta su pared entera por un mural en tonos azules, con un paisaje típicamente chauní. Frente a la puerta un cartel: "EXPO D'ART. FREE VISIT" y dos señores sentados que nos invitaban a pasar. Así fue como María y yo conocimos a Mohsine Ngadi, el artista del mural exterior y de todas las obras del interior: un espacio dividido en tres por grandes arcos y lienzos y dibujos colgados por doquier. Enseguida nos ofreció un té, mientras contemplábamos su arte y entablábamos una agradable conversación. Había cuadros de todo tipo, tenía una gran variedad de estilos. Muchos destacaban por su gama de azules (al igual que el de la fachada), reflejando el carácter de la ciudad, otros retratos muy realistas, escenas cotidianas, otras del desierto, nocturnas... Y muchos de estos cuadros eran monócromos: en azul, naranja, morado o negro. 
Este último me sedujo: la forma en que te sumergía en aquellas callejuelas oscuras gracias al uso del claroscuro, las sombras de las personas con sus cabezas cubiertas, una profundidad infinita, la búsqueda de la luz. Eran unos simples trazos, pero de una marcada intensidad. Era blanco y negro, podía no ser Chefchaouen, pero sin duda era Marruecos, tenía plasmado ese halo de misterio que encofraba la medina cuando el Sol se ponía y las calles se sentían solas, cubiertas tan sólo de los restos del mercado de la mañana o de algún paseante solitario. 

Por desgracia no tenía a mi disposición tantos dirhams como me hubiera gustado, así que no pude comprar ninguno que colgar en mi habitación, con el pretexto de sentirme como en Chaouen. Pero María sí lo hizo. Para entonces llegaron los niños y enseguida le ofrecieron un té a ellos también. Había que esperar a que se enfriara y eso llevaría un buen rato. Pero Mohsine ya se había convertido en un gran amigo y nos invitó a sentarnos con sus demás invitados. Dos españolas que nos doblaban la edad se encontraban entre el grupo, también varios marroquíes, bebiendo, fumando y tocando la guitarra para amenizar. 

El guitarrista -según nos contó- estudiaba en la universidad de Tetuán y había aprovechado para pasar un fin de semana artístico con su amigo Mohsine. Y en particular hablamos con una de las españolas: nos contó que era de Alicante y que, cansada del ritmo de vida europeo, frenético, del agobio y del estrés, el no llegar a fin de mes y vivir sin disfrutar, para meramente subsistir, se fue a vivir a Marruecos, en concreto a Asilah, donde alquilaba una casa rural y así se ganaba la vida. Le estuvimos preguntando por el cambio de vida y nos dijo que, a pesar del cambio cultural, ella estaba muy contenta, y veía que el marroquí tenía una gran conciencia de grupo, de comunidad, siempre ayudándose entre ellos. En el fondo parecía encantada. Pedimos que nos aconsejaran un sitio para comer y nos dijeron que allí mismo, que el couscous estaba buenísimo. Podíamos encargar la comida, que tardaría una hora por su elaboración casera, y volver entonces. Nos dejaron una carta para echar un vistazo a las opciones y así hicimos: encargamos una ensalada, un couscous y un tajin de gambas con tomate, y nos despedimos con un hasta pronto.


Continuando por el entramado de callecitas chauníes llegamos a la plaza al-Hamman, la más grande dentro de los muros de la ciudad, con la entrada a la Alcazaba y a la mezquita aljama. Toda la plaza llena de gente (de locales y turistas) y las terrazas igualmente repletas de bebedores de té. A las puertas de la Alcazaba se hacían tatuajes de henna, y niños pequeños se nos acercaron a vendernos alguna pulserita. "Como cuando haces pulseras en la playa y las quieres vender" -dijo mi cerebro. "Sí, pero durante todo el año..."- se contestó un segundo más tarde.
Y también tiendas para turistas. Eran marroquíes sí, pero su precio era más elevado que el del resto. En concreto hay una que tiene un encanto especial, llena de colorines y olores, de inciensos, jabones, perfumes, aceites, especias, tés... La rebotica de la abuela Aladdin está tan imperfectamente ordenada, con sus artículos empaquetados, que ya sabes al público occidental (y tiquismiquis) al que va dirigida, y por tanto su elevado precio se deduce solo.



Y siguiendo ahora la cuesta arriba volvimos a la galería de Mohsine y pedimos el enésimo té del día. Esperamos sentados en unos cómodos bancos acolchados, rodeados de cuadros y empezaron a traer poco a poco los inmensos platos de comida. Sin duda el couscous más exquisito que había probado hasta entonces, con pollo, verduras y ese toque a canela. Finalmente nos despedimos de todos y dimos un paseo saliendo de la medina, bordeando la Alcazaba. Llegados a este punto, nos separamos: María y yo queríamos recorrer las tiendas intentando elegir entre todo lo que nos había enamorado.
Volvimos a una tienda cercana a la plaza al-Hamman y a la tienda de la Rebotica de la abuela Aladdin. Allí María había visto un chaleco y un pañuelo que le gustaban mucho. El vendedor se alegró mucho de vernos, después de las dos veces que lo habíamos rechazado. Le preguntamos si tenía más modelos y nos indicó que lo acompañáramos, entrando por una puerta lateral, subiendo unas escaleras (algo raro, porque normalmente todos los tenían en la planta baja, en la misma tienda). Sentí un impulso de responsabilidad (por María), pero a la vez me sentía extrañamente segura, con aquellos "moros" que tan mala fama tienen entre nosotros. Y así fue como un nuevo amigo se disponía a enseñarnos un modelo tras otro y a tratar de que compráramos las cosas más bonitas e innecesarias del mundo. Lo que está claro es que cuando me independice voy a comprar la mitad de objetos de decoración en Marruecos. Byebye Ikea... 


Nuestro amigo sin dientes era muy gracioso, se reía en todo momento. Pero el mejor momento, sin duda, fue cuando le colocó a María el pañuelo "como los bereberes" (como lo llevaba él, de hecho). En apenas treinta segundos sólo dejó una rendija que dejaba entrever la franja de sus ojos. Le hice una foto de recuerdo, negociamos un precio por las dos cosas y salimos de nuevo a la calle. 


Volvimos a la plaza al-Hamman y tomamos la calle con dirección sur que nos sacaría de la medina. Todas esas callejas estaban repletas de tiendas, una tras otra y, a medida que nos alejábamos del centro turístico mejoraban. Encontramos zapaterías, tiendas de alimentación, de cosméticos... de todo tipo. Entramos pues en unas cuatro tiendas diferentes y volvimos por el mismo camino de vuelta, cargadas de bolsas, con el Sol pisándonos los talones.

Los niños nos dijeron que estarían en la terraza del día anterior, así que pasamos por el hotel a dejar la carga y fuimos en su búsqueda. Y allí estaban, con sobredosis de teína.

Ya entrada la noche decidimos ir a comer al Aladdin, un restaurante de unas cinco plantas al que se entra por una calle paralela a la plaza al-Hamman, y desde sus diferentes terrazas se puede ver todo Chaouen y las montañas que lo rodean, que parece que se vayan a caer por encima.

De camino al restaurante, al pasar por una tienda, un hombre nos pidió ayuda para escribir un cartel en español. Entramos en la tienda y enseguida nos dijo si nos podía hacer unas fotos para usarnos de modelos con sus prendas de ropa. Y así nos plantó varias chilabas y empezó a preguntarnos cuánto pagaríamos por ellas. Toda una estrategia de marketing...

Por fin llegamos al restaurante y tomamos asiento en la última terraza, que estaba vacía, lo cual era aún mejor. Y entonces llegó Jonás, un chauní que se ganaba la vida en el restaurante atendiendo las mesas, pero que también estudiaba economía en la universidad. Jonás nos trajo la carta, nos tomó nota, encendió la vela de la mesa y nos dejó a la luz de ésta y de las estrellas. Cenamos un poco de todo: ensalada, sopa de verduras, pastela, tajin de pollo con ciruelas... y más té, con pastas.
Antes de acabar la velada Jonás se unió a la reunión y estuvo contándonos un poco sobre él en los cinco idiomas que habla, estuvimos charlando un rato y escribió nuestro nombre y el suyo en árabe.
Finalmente bajamos a pagar, yo mientras bajé una planta más, donde hay un librito para escribir impresiones sobre el restaurante, o la ciudad en sí. Mi padre me había dejado la tarea de dejar allí una poesía que escribió en Chefchaouen un año atrás, y ese fue el regalo que le hice: 

AZUL:
Llegando a Chaouen, dudaba el viajero
si el cielo se refleja en la montaña
o si, al pie de la Alcazaba,
continúa el cielo.

Jesús Ramón Trancoso Melendo. 




No hay comentarios:

Publicar un comentario