domingo, 14 de diciembre de 2014

3 de noviembre de 2014


Y amaneció un nuevo día, el último. Salimos pronto a la calle a disfrutar de los puestos de comida que la dominaban y de los pequeños gatos que jugueteaban entre hortalizas y pescado. Nos fuimos perdiendo así entre los trajes típicos y el olor del pescado azul.





Callejeando llegamos una vez más a la plaza al-Hamman y nos adentramos en la Alcazaba. Un edificio que, desgraciadamente, está muy poco cuidado y por ello se puede acceder a pocas de las estancias: una de ellas es una prisión, que aún conserva las cadenas. También se puede subir a una de las torres, donde hay un pequeño museo, con fotografías y datos sobre la historia de la ciudad. Parece ser que la Alcazaba fue construida por Mulay Ben Rashid como defensa a las potencias cristianas, que ya habían conquistado ciudades como Tánger y Asilah. 

Desde lo más alto de la torre hay una vista preciosa de la ciudad, con los cerros al fondo, y la mezquita mayor a los pies. Se observa perfectamente su división en ocho naves con techumbre a dos aguas, y presidida por un alminar octogonal de base cuadrada y con un pequeño remate poligonal, desde donde el almuédano convoca a la oración. 
Desde allí, las terrazas encaladas de azul dejaban ver toda la ropa colgada y, desde tan alto, controlábamos el pulso lento, y agitado a la vez, de la ciudad. 

Paseamos un último momento por el jardín de crucero rodeado por las murallas levantadas en tapial, que habían dejado la marca en su estructura y volvimos a salir de la medina para dar el último paseo. Lo hicimos por una de las siete puertas de acceso a la medina hasta llegar a la plaza del mercado por una larga avenida decorada a ambos lados por enormes banderas marroquíes.


Al asomarnos a las escaleras que bajan a la plaza, la encontramos llena de gente y un par de puestos de fruta y verdura. Pero, sin duda, lo que más nos sorprendió fue la instalación de cacharritos, que dominaban la plaza. Y todos los jóvenes montados en los "coches locos" conduciendo ahora de la manera más pacífica posible. Vacilamos un momento si unirnos a la diversión, pero decidimos que no.


Volvimos a subir las escaleras y nos introducimos ahora en el mercado. Era un edificio enorme de azulejos blancos en las paredes y los puestos se sucedían uno tras otro: de especias, legumbres, frutas, verduras, pescado... Era lunes por la mañana y los chauníes copaban los puestos, charlando entre ellos, en conversaciones incapaces de descifrar para nosotros. Mientras, nos perdíamos entre los fuertes colores y olores, en especial los que rodeaban al pescado, de mil tipos diferentes. Me pregunto aún si se conserva fresco tras atravesar las serpenteantes carreteras para llegar a Chaouen desde la costa.

Salimos del mercado y subimos las escaleras del todo, llegando al mirador que hay por encima de la plaza y nos sentamos en la mesa de la terraza de una de las cafeterías a disfrutar del último té.

De vuelta al hotel nos encontramos con un rico puesto de frutos secos y decidimos pararnos a comprar. Primero el hombre se molestó porque pensó que Juan le estaba tomando una foto. Más tarde, María le pidió unas garrapiñadas mientras contaba el dinero, entonces le pidió más cantidad y nunca supimos qué pasó. El hombre lanzó las garrapiñadas que había colocado en el peso de vuelta a su bolsa y se dio media vuelta, mientras replicaba algo en árabe. Nosotras nos quedamos paralizadas por un segundo y nos fuimos caminando.
Fue sin duda la única experiencia desagradable que tuvimos en todos aquellos días pero claro, no todo el mundo podía ser amable ni creo que a todos les gusten los turistas. Así que entre estos pensamientos hicimos nuestro camino de vuelta al hotel para recoger el equipaje.

Nuestro amigo el taxista había anotado mi número y ya había llamado para concretar el sitio y la hora, para volver con él de nuevo al puerto. Nos paramos antes en una especie de local de comida rápida marroquí, de donde nos llevamos unos bocatas de carne y verdura y unas patatas fritas para llevar. 
Nos encontramos con el conductor en la puerta del Hotel Parador, donde nos había dejado dos días antes. Allí nos metimos los seis en el coche y empezamos a las dos de la tarde un eterno viaje de vuelta. 

Paramos a comer en Rincón (o M'diq), una ciudad costera entre Tetuán y Ceuta. Nos sentamos en la arena de la playa y así saboreamos nuestros bocadillos, imaginando España al otro lado del mar.

Llegamos a Tánger Med y nos despedimos del taxista, nos sobraban dirhams (a unos más que a otros), así que María fue muy generosa con él, que se despidió de nosotros con una amplia sonrisa, mostrándonos sus dientes renegridos. 
Y así volvíamos al principio, a esos dirhams sobrantes, al valor del dinero tan diferente. Y me preguntaba si todas esas personas que abandonaban su país, por una España más moderna, en busca de una mejora económica o social, encontrarían allí su verdadera felicidad.

Llegamos sobre las cuatro de la tarde, con tiempo de sobra para coger el ferry. Así que pronto pasamos los controles y la espera se hizo pesada, lenta. Entramos en el barco con retraso pero, para más inri, dentro estuvimos dos horas y media hasta que partimos. Además, hay que sumar la hora de diferencia horaria entre Marruecos y España... El ferry debía salir aproximadamente a las seis de Tánger Med y nosotros llegamos a Algeciras a las doce de la noche. Y aún nos quedaba un estupendo viaje de vuelta hasta Sevilla.

Las vueltas son lo peor en los viajes. Pero obviando las doce horas de viaje en el cuerpo, esa noche me metí en la cama añorando la oración y con una explosión de sentimientos. Dicen que somos muy diferentes... puede ser. Una riqueza que, sin embargo, a mi me encanta. Pues si fuéramos todos iguales el mundo sería demasiado aburrido. Pero en ocasiones veo personalidades muy parecidas, de esas personas que se paran a charlar contigo y en apenas dos frases ya te consideran su amigo.


El Sol se pone mientras la gente pasea, de vuelta a sus casas. Entonces te das cuenta de que todos tenemos las mismas preocupaciones: ser felices, tener cerca a los que queremos y ver la puesta de sol cada día. La única diferencia es que cada persona de cada pueblo de cada rincón del mundo enfoca  y busca esa felicidad de una forma diferente. Eso es lo que nos hace únicos. Y no quiere decir que nuestra vida sea mejor, o tenga más sentido, sino que es a la que estamos acostumbrados. 
Mañana el sol bañará las calles de casas encaladas en blanco, y en azul, y los niños reirán de igual manera aquí y allí, y los mayores de nuevo agradecerán ver amanecer un nuevo día, ya sea rezando a Dios o a Alá. 

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